ESCRITURA

1.≈

De ser flor sería wallflower, no por trepadora sino por mi adhesión permanente al margen.

2.≈

Buscar al final de la cama calcetines como amores, impares.

3.≈

Sospechar del cuerpo cuando te acercas a las ventanas, pensar que de pronto salte a pesar de ti.

 

Y entonces caes.

 

 

Y te escubres.

 

 

 

Como una nube

 

 

 

 

Como lagrima.

 

 

 

 

 

A la primera lluvia.

Alberto

 

Hubo un equívoco de entrada, una incongruencia entre él y su nombre.


Me gustas, le dije, pero qué lástima que te llames Alberto. Porque cuando uno es tan guapo no puede llamarse Alberto. 


Es como si su nombre estuviera en contra suya. Alberto, dijo, y su belleza se fue haciendo multitud, generalidad corriente y compartida. 


Después ya no supe con quién conversaba.

 

Andrés

 

Caminé sola para encontrarlo en el primer bar donde curé mi andar, ese andar de pájaro y brújula rota. También le dije que era guapo, pero que era una pena que se llamara Andrés por la misma razón que yo nunca me llamaría Andrea.

 

Había salido en busca de un whiskey o de algún redentor que me ensuciara el recuerdo o con suerte, la falda. 

 

Andrea o la otra

 

De ser flor, serías caléndula. No por flaquita, margarita. Sino por apostar todas tus hojas a pesar de no creer en el amor. 

 

Puedo acercarme a la verdad desde un cuerpo roto, dolido, fragmentado. Y allá llego con el corazón roto. Rotísimo. 

 

Tú 

 

Nunca mi mano fue mucho mi mano. Y hoy al tocarme escrita —tan precisa en tus palabras— al fin toco mi boca, besando la tuya.

4.≈

[Preámbulo a una bitácora de amores o a un melodrama filmado] 

 

Víctor

 

Sí: se fue con otra. ¿A quién hay que matar? Lo supe con intuición canina, con un olfato de bestia callejera. Siempre lloro mis pérdidas semanas antes de perderlas. 

 

Mi andar es un andar de intento inacabado. Pero algo —invariablemente— se acaba.

 

Anduve bares, meses, soledades buscando. Buscaba un amor como el de Bandeira y Teresa, contado al revés y sin prisa. En todo caso no de primer flechazo, de un tercer o cuarto encuentro.

 

Hubo un tiempo… ¿recuerdas?

 

Un proceso lento del enamoramiento. ¡Y vaya que fue lento! 

 

Parece que creo en una estratagema de intercambio de todo efecto involuntario por un efecto buscado. Elegirte, sí, y abandonar partido a la deriva de la espera. 

 

He venido hasta acá para dar cuenta del aquí en el que ayer toqué tu cara. Necesito encontrarnos lejos. 

5.≈

Del primer flechazo

Ahí estaba él: lánguido y con la sonrisa extraviada sobre la vereda del malecón. El sopor del calor se mezclaba con el aliento a una torta rancia que las ráfagas de los coches le devolvían en golpes calientes de carencia masticada, o lo que es lo mismo: de esperanza. 

A remangas cruzaba copioso un Topoyiyo desde el otro lado de la avenida. Los botones piadosos de su camisa resistían a las consecuencias de los tres taquitos de canasta del smoking break para descubrir verticales sonrisas de barriga llena y corazón quién sabe.

Él —como era posible desde cualquier otro punto de la ciudad— volvía a consagrar la hora pico al descanso de su impertinencia en la Tierra sobre la prisa del motor del deseo de los conductores, que si bien se distendía tras el semáforo, prometía una pronta llegada a casa. 

Impaciente y desde una banca, una Vilma —no tanto por la falda ajustada al cuello que tenía por cintura, sino por aquel fleco que cubría sin disimulo el fruncido entrecejo de un sueño frustrado— esperaba a un amor sin cafeína con la mirada contenida por el cristal de botella que le devolvía el mundo al revés del anhelo.

 A su paisaje de rutina 

Y al último grito de su jefe.

Como todos los días, un día más y las seis de la tarde precisaba el horario de salida de los hamsters de salario y oficina, cuando de pronto unas pantorrillas entaconadas con tiras de tela de flores de algodón alumbraron —como lámpara art decó— su quijada enjuta con un tenue resplandor que se confundía con las mechas inquietas del sol que se pone. 

Y él se puso inquieto. 

Se acercó a pesar del maltrato de su voluntad; a pesar de la mano que por paloma sostenía a lo alto la muchacha para emitir un mensaje no en son de paz ni de él.

De un taxi seguramente. 

Casi podía paladear la promesa que desde esas pantorrillas hasta la punta de su lengua generaba nacimientos de galaxias como puentes o como destinos magnéticos en el mapa oscuro de su universo callejero.

Y por qué no quizá de una que otra estrella. 

Antes de poner el primer pie fuera de la vereda, ella viró el torso aprisa para asegurar su bolso y en sus ojos vio sus ojos, y en sus ojos su vacío con forma de galleta,

de rumbo, 

de planeta, 

caricia y camino,  

futuro, 

rib-eye

nombre o aroma, 

casa: sentido, como sea la ausencia de la ausencia de orientación. 

Su cuerpo sentía calor, sentía fricción, sentía complemento. 

De tarde, asfalto y lugar. 

La mugre redundante de unos rines hizo su parada tras la banqueta, más allá de las pantorrillas y sus tiras de algodón. El vestido de flores desapareció tras cerrar la puerta del taxi. Él continuaba con la mirada clavada en los ojos que se asomaban sobre el filo de la ventana a medio abrir para sostener como le fuera posible aquel sistema espacial que lo contenía hacia a ella —un imán o el sol—, pero que invariablemente anunciaba su fin. El Big Bang. O quizá un comienzo. 

El universo tembló: el viejo Tsuru tiritaba al cambio inicial de velocidad. Sin dejarlo de ver, ella esbozó entre dientes la mitad de una luna y de pronto y sin notarlo, él se sintió la noche en plena tarde. El taxi aceleró y se perdió entre la corriente de automóviles que se dirigían hacia el mismo semáforo. Su vida pendía íntegramente de la respuesta de ella. La noche se hizo más noche. Sobre el carro en fuga estalló un ladrido que apagó el sol. Sin embargo en la oscuridad, él aún movía la cola.